20.9.08

No todos comprenden esta doctrina

Tras una conversación con amigos, vengo desalentado a la máquina. Yo era el único que veía lógico y normal esperar hasta el matrimonio para mantener relaciones sexuales. Cierto que ninguno de estos amigos es católico practicante.

Algunos de los presentes ni siquiera ha recibido una mínima instrucción cristiana que les haga ver, con la necesaria nitidez, los consejos morales impartidos por la Iglesia al respecto. Pero no sólo eso, sino que los que deseamos mantener en reserva una de las partes más íntimas de nuestra humana condición, somos mal vistos, como rancios retrógrados, arcaicos recalcitrantes o dinosaurios de otra época, felizmente superada.

La sociedad hedonista que padecemos ha aniquilado el valor de la castidad, entendida por el Catecismo como "integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual". Pero, claro, llegados a este punto yo me pregunto: en un mundo donde se ha echado por la borda todo lo referente a la dimensión transcendente del ser humano, de la existencia del alma inmortal, de lo perdurable y lo eterno, ¿cómo va a encajar todo esto?

"La castidad -continúa el Catecismo- implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado". Y en la misma dirección, el recordado Siervo de Dios Juan Pablo II va más allá para referirse a «la castidad perfecta por el Reino de los cielos, considerada la puerta de toda la vida consagrada» (Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, 33, 1996).

Ni siquiera se comprende, hoy en día, el aspecto sexual más que desde un mero genitalismo, burdo y zafio hasta el extremo, sublimado por los medios de comunicación (especialmente audiovisuales: una serie de televisión, "700 euros", trata, precisamente, el asunto).

Ante esta coyuntura, los cristianos sólo tenemos dos salidas posibles: o mantenernos firmes, o ceder. Ceder ante la voluntad general, arrastrados por el magma de lo fácil, o mantener el tesoro de la castidad como don preciado, alegre y gozoso, en la certeza de que Cristo "conoce muy bien el interior del hombre" (Jn 2, 25). Que Él, de un modo u otro, sepa perdonar a los que no han tenido la oportunidad de conocer su Palabra.

Pues, a fin de cuentas, "no todos comprenden esta doctrina, sino aquellos a quienes les es concedido" (Mt 19, 11).

1 comentario:

Anónimo dijo...

flaco. te quedaste en el pasado. sos un desastre. hacete nuevo. respeto a los católicos claro, pero no a tremendo conservador mamarracho como sos vos.