Cuando en octubre de 1931 afirmaba el todavía ministro de la Guerra y futuro Presidente de la República Manuel Azaña que “España ha dejado de ser católica”, no se trataba de una reflexión sobre el sentimiento religioso en la sociedad, sino más bien de una opinión vertida desde la nueva coyuntura política e institucional. Tras siglos de indisoluble matrimonio entre Iglesia y Estado, una Constitución laica abría las puertas de una era, marcada por la separación entre lo civil y lo religioso. Y que, como se vio, acabó terminando en fratricida y sanguinaria guerra civil.
Setenta años más tarde la situación es bien diferente. La España profundamente católica ha dejado de serlo. El número de creyentes disminuye y la práctica religiosa se hace cada vez más minoritaria, especialmente entre los más jóvenes. Las cifras son a todas luces alarmantes. Las iglesias, medio vacías; los confesionarios, sin penitentes; los seminarios, cada vez con menos aspirantes al sacerdocio.
Esa es la realidad actual de nuestro país. Las abundantes y bellísimas parroquias y catedrales que se desperdigan por nuestra geografía nos hablan de una fe milenaria, arraigada y profunda, en la Historia de España. En menos de cincuenta años, esa fe popular ha ido diluyéndose en la medida que las libertades han ido permitiendo una mayor dispersión de las creencias y relegando la profesión de fe al ámbito privado.
Pero también vemos como la pulsión generalizada de la opinión juvenil es que “la Iglesia no vive de acuerdo con los tiempos” y que, por tanto, “debe actualizarse” en cuestiones morales. Partiendo de la base de que, como institución fundada por el Hijo de Dios, ha de guardar un depósito de tradiciones y un magisterio perdurable en el tiempo, la modernización debe ser, y es, relativa. Podrán actualizarse los medios, no el fondo; el continente, jamás el contenido. Los jóvenes españoles parecen alejarse de esta visión, pues la modernidad arrastra, impetuosa, a toda aquella opinión que no se adhiere a ella, las critica con salvaje agresividad hasta hacerla ‘desaparecer’.
Pese a esta situación crítica, numerosos movimientos eclesiales han sabido conectar con la juventud, y así, por ejemplo, el Camino Neocatecumenal de Kiko Argüello es capaz de llenar estadios y organizar grandes manifestaciones, cargadas de profunda convicción y piedad cristiana. El mensaje de Jesucristo sigue estando de actualidad. Así lo afirman los últimos Papas y así lo corrobora la presencia multitudinaria en las Jornadas Mundiales de la Juventud. El mundo moderno sigue necesitando valores trascendentes, pues en palabras del Santo Padre Juan Pablo II “El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador”.
Tarea ardua sin duda será para la Iglesia del siglo XXI comunicar su mensaje, propagarlo por los cinco continentes y enlazar así, como siempre, la trayectoria milenaria de su pasado espiritual y fascinante, con el apasionante futuro cargado de peligros, temores y dudas, pero también de fe, alegría y esperanza. Los jóvenes católicos de España procuraremos ser los centinelas y los apóstoles de ese mañana.
8.3.07
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