17.1.07

El valor de una suegra

Pocos meses antes de morir, Jaime Campmany perdió a su ancianísima suegra. El veterano periodista le dedicó entonces unas pinceladas en su columna de ABC. Estas son las emotivas palabras del maestro, que copio para vuestro deleite. Ojalá todas las suegras fueran como ella. Y todos los yernos como él.

------------------------------------------------------------------

Mi suegra

Tengo que cumplir con mis lectores habituales el deber de decirles que Campmany ya no tiene suegra. Estaba a punto de cumplir los 91 años, se le había atrofiado un riñón y el otro le funcionaba sólo a un quince por ciento, así que se acercaba irremediablemente a un final cercano. Pero conservaba la cabeza lúcida y fresca, la memoria ágil y el ingenio pronto, y aunque era dulce y cariñosa con todos los que la conocían, a veces tenía un atisbo de retranca muy murciana con una cantidad razonable de ideíca, y es que la vida la había tratado mal desde niña y tuvo que defenderse, no ya en este valle de lágrimas, sino en esta selva de dentelladas y zarpazos.

Se había quedado viuda con treinta y pocos años y con tres hijos, y era una de esas mujeres bravas y santas que sacan la casa adelante y combaten fieramente contra la pobreza a fuerza de trabajo y de vigilias. Ha muerto pobre, con una pobreza total y franciscana. Nunca poseyó un ladrillo, ni un palmo de tierra donde caerse mártir y muerta, ni sabía lo que era una cuenta corriente, ni un pequeño dividendo, ni una modesta pensión. Si es verdad que la pobreza es una predilección de Dios, mi suegra ya estará gozando del lugar reservado para los más dilectos bienaventurados. Yo creo que es la única persona que en esta Celtiberia de nuestros pecados y nuestros amores donde vamos tirando jamás ha recibido un real de papá Estado ni una miga del maná de Dios. Bueno, sí. El maná del Señor le llegó en forma de cariño y cuidado de sus hijos, entre los que, sin serlo biológico como ahora se dice, yo me cuento como uno más.

Estaba hecha a la labor sin descanso y a ser útil a los demás, y en eso encontraba su satisfacción mucho más que en el regalo o en el mimo. Había cumplido los noventa años y todavía espiaba la seguridad de los botones de mis camisas o de mis pijamas para ser ella quien los asegurara con un primor que nadie igualaba. Ya no la dejábamos hacer otras cosas. A cambio de eso, envidiaba mis platos y mis medicinas, y quería comer siempre lo mismo que comiera yo y tomar los mismos medicamentos que a mí me recetaban. Estaba convencida de que todo lo mío era lo mejor: los artículos, las opiniones, la comida, el vino (bebía medio dedo del que yo bebiera), los amigos y hasta los chistes. Yo le contaba chistes de suegras que le hacían reír incluso cuando el dolor de los últimos días la tenía encogida y trastornada.

Desaparecida Felisa, que vivió siempre rodeada de niños y crió a tres generaciones de chiquillos de mi familia, y muerta mi suegra, mi casa se quedará un poco vacía, porque de vez en cuando se me llenaba una nube de bisnietos que venían a revolotear alrededor del cariño y solicitud de la bisabuela, y ahora quizá vengan menos. La bondad de los viejos se conoce en el amor que derraman sobre las vidas nuevas, y estas dos viejas que han poblado mis años rebosaban de esa bondad. No era beata, ni gazmoña ni escrupulosa de ociosidad o de tontería, pero tenía la fe del carbonero, así que la felicidad de la fe sin dudas y sin ostentaciones la ha mantenido hasta el último de sus días en la esperanza y en la caridad. O sea, en la alegría y en el amor.

No hay comentarios: