El mes de abril tiene algo que los demás meses del año no tienen.
Miro un cielo distinto, unos días más largos y unos gorriones, escapados del nido, que pían con una intensidad elocuente, ensordecedora, casi brutal. Hoy mismo vi cuatro revoloteando sobre el tejadillo de mi casa. Parecían enloquecidos en su fiero combate, y quién sabe por qué peleaban. Juegos de niños.
Veo nubes de abril cargadas de lluvia fina, que atraviesan el azul que tiñe los horizontes. Y a veces son tan livianas que no desprenden su carga de agua, o lo hacen atravesadas por el rayo de sol, creando un ambiente diferente, tan primaveral y misterioso que hace daño a los sentidos, que nunca terminan de entender a la primavera.
Contemplo una loma del camino, reverdecida y olorosa, de tierra blanda y húmeda, tupida por la hierba tierna. Paso sobre ella hundiendo con ligereza mis suelas del zapato. A veces lo hago con la mente. Y nada más que eso. Camino hacia el fin de mi camino diario, a veces sin salir de mi habitación, con la preocupación que me aguarda tras el edificio. A veces, incluso, ni salgo de mí. Me busco y me encuentro. Otras, ni lo intento. ¿Para qué? ¿a quién le importa eso?
Pienso que detrás de este abril vendrá otro. Quizá no sea como este, porque todos los abriles son acaso irrepetibles. Porque son, en cierto modo, como sus hijas las flores, exquisitos y hermosos, pero de tan acabados y perfectos, absolutamente, deliciosamente, únicos.
Detrás de este abril vendrá otro abril. Sin duda. Pero no será este abril que destella esperanzas de paso. Lo que perciben mis sentidos es algo tan fugaz que no llego nunca comprender por qué pasan las cosas. Pero es mejor así. Porque cuando lo haga -comprenderlas- habrá terminado todo. También los abriles.
16.4.07
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